17 de febrero de 2010

8. Buenos tiempos para el desorden:


Ya era tarde. Odio afeitarme cualquier día que no sea viernes; y ni siquiera asomaba su cara el fin de semana. Un rasurado apurado pese a la desgana. Pongo música que no escucharé desde la ducha, pero ahí está Irma Thomas por si las moscas. Cierro la puerta de la calle a duras penas, ayudándome con la mala hostia que me caracteriza a estas horas u otras. En el tren, el reloj a cero. A partir de aquí, me despido de los conejos. Agujereamos el tiempo al unísono con nuestro instinto escondido bajo un par de hojas. Ya sean de las ramas de un árbol o de un libro, que es lo mismo.

El pudor me impide compartir con los demás la emocionante canción que acabo de escuchar. Dactylographique. Así duele un verano. Escribo mi versión de los hechos en el aire, con el dedo índice de la mano derecha. Des/afortunadamente, nadie en el vagón me ha visto hacer el idiota con el dedo a modo de batuta. El sordomudo del fondo sí, pero me guardará el secreto. Se metió las manos en los bolsillos, y me dio a entender que por su parte, él no había visto nada. Vuelvo al libro, y dejo a la gente subiendo y bajando del tren en movimientos, directamente proporcionales, a la avidez de todos ellos por alcanzar los periódicos gratuitos del día. Los conejos quedaron muy atrás y no consiguieron diario alguno. Tendrán otra oportunidad mañana.

Apenas entré en la macrolibrería, me puse a hacer cálculos aproximados. La misma proporción de siempre. Más mujeres que hombres, y más hombres que conejos. Puedo ver al chucho de Pávlov segregando saliva feminista. El día que el maldito perro disecado se pasee por cualquier galería de arte de la capital tendremos un problema –pensé, dactilográficamente hablando.

Subí a la planta menos ruidosa, que es también la más pequeña del edificio, y donde se puede encontrar fácilmente un aroma a libros intensos. Uno de ellos me llamó enseguida la atención porque en su lomo sólo tenía escrito el nombre del autor (Charles Lutwidge Dodgson) y carecía de título alguno, pero al intentar extraerlo de la estantería un conejo blanco saltó sobre mi cabeza dejando en ella una chistera, y rápidamente volvió al diminuto agujero por el que había salido. No pude evitar que escapara. Ni siquiera tenía un periódico gratuito a mano con el que chantajearle a modo de zanahoria. Hizo ¡chas!, y desapareció de mi lado.

La chistera contenía una hoja de un árbol. Una hoja seca y grande, como las que caen de los plataneros todos los otoños, en todas la ciudades que son Madrid. En su haz, tenía dibujado un ingenuo esqueleto con el siguiente texto justo debajo: “La muerte siempre gana”.

En el envés, también había escrito algo que parecía la coda de un poema:

“Me agotan las agonías
de tantas personas insustanciales
y me rompe la dolorosa manía
que tienen nuestros mejores amigos
de morir de uno en uno.
Ahora sabemos que nadie vendrá a rescatarnos”.


Ya era demasiado tarde para volver a ponerse la chistera. Ya era tarde.


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